Martes 4 de febrero: San Gilberto de Sempringham, fundador de una orden cisterciense-agustina; y San Gilberto de Limerick, obispo en Irlanda.
San Gilberto de Sempringham (1083-1189) nació en una familia acomodada en Inglaterra, pero eligió un camino de humildad y servicio. Tras estudiar en Francia, regresó a su tierra natal donde decidió compartir sus bienes con los más necesitados.
Como sacerdote en Sempringham, inspiró a siete jóvenes que deseaban vivir en comunidad religiosa. Para ellas, construyó una casa junto a la iglesia, dando origen a la orden de los Gilbertinos, una orden que unía la regla de los cistercienses para las religiosas, y la regla de San Agustín para la comunidad masculina, constituyéndose en la única orden monástica de origen inglés en la Edad Media. Esta comunidad creció con la incorporación de hermanas y hermanos laicos que trabajaban la tierra y ayudaban a los más desfavorecidos.
Un sello distintivo de los Gilbertinos fue “el plato del Señor Jesús”, donde las mejores porciones de la comida eran reservadas para los pobres, reflejando la profunda compasión de San Gilberto. A pesar de su avanzada edad, su vida estuvo marcada por la sencillez, la oración y el sacrificio.
La orden floreció hasta la disolución de los monasterios por Enrique VIII.
A otro Gilberto se recuerda esta fecha: San Gilberto de Limerick (1070-1145), un obispo clave en la reforma de la Iglesia en Irlanda. Aunque poco se sabe sobre su origen, entre 1103 y 1106 estuvo en Rouen, Francia, donde conoció a San Anselmo de Canterbury. En 1107, ya como obispo de Limerick, se convirtió en un fuerte promotor de la reforma gregoriana, luchando contra la secularización del clero irlandés.
En 1111, presidió el Sínodo de Rath Breasail, estableciendo una nueva organización eclesiástica en Irlanda con dos provincias y 26 diócesis. Renunció en 1140 debido a su avanzada edad y falleció en 1143.
Fuente: Franciscan Media y Santi e Beati.
Imagen: Fragmento de la escultura «S. Gilbertus», en Essen, Bélgica.